Escucha, pues, el suceso.
Viome el barón Alverino,
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(¡Solo de nombrarle tiemblo!)
en San Juan, su mismo día,
solo para mí funesto,
si para todos alegre,
y como loco mancebo
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al sol de mi honor opuso
sombras de torpes deseos.
Hizo diligencias grandes
con músicas, con terceros,
con papeles, con regalos,
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con joyas y con paseos.
Hasta que un día en la calle,
saliendo a misa, resuelto
me detuvo, y yo le dije:
“No creí que en caballeros
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como vos caber pudieran
tan locos atrevimientos,
con mujeres de mis prendas,
atropellando el respeto
que se le debe a mi esposo,
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cuando vos estáis sabiendo,
que es cosa tan imposible
poder lograr vuestro intento
como con balas de cera
romper murallas de acero”.
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En fin, de doña Ana Laura,
mi amiga tan largo tiempo,
se valió, que fue de toda
mi desdicha el instrumento.
Esta, pidiendo a mi esposo
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licencia, que me dio luego,
me llevó al campo, y llegando
al sitio que ya dispuesto
para la traición tenían,
salió el barón al encuentro,
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y, después de exagerarme
su pasión con rendimientos,
quiso atreverse a mis brazos;
halló resistencia en ellos,
y, finalmente, le dije:
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“A Pedro Roca por dueño,
por mi padre y por mi esposo,
estimo, adoro y venero,
y si él hubiera llegado
a tener algún recelo
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de que ofenderle intentabais,
sin duda os hubiera muerto
por haberlo imaginado
solamente, que bien cierto
está de quién soy mi esposo.
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Y claro está que, pues tengo
a Pedro Roca en el alma
será una roca mi pecho”.
Él, entonces, despechado
de mi amor y su desprecio,
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con injuriosas palabras,
corrido y celoso a un tiempo,
puso la mano en mi rostro.
No sé cómo te refiero
su infamia sin que me mate
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de mi cólera el veneno.
Con lo ciego de la ira
no pude encontrar tan presto
su daga ni una pistola
que vi en su cinta primero.
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Al intentar abrazarme
púsose doña Ana en medio,
cuando tu padre venía
buscándome, y por su riesgo
fue el disimular forzoso,
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que el infame caballero
estaba con dos criados,
demás del arma de fuego.
Fuime, y quedose tu padre
descolorido y suspenso.
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Llegué a casa reventando
el corazón en el pecho
del alborotado, y apenas
dentro de una hora siento
mucho ruido en la calle,
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y al instante mismo veo
en los brazos de tres hombres
entrar a tu padre muerto
de un balazo y dos heridas,
de polvo y sangre cubierto.
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Salgo a la calle furiosa,
pidiendo justicia al cielo.
Entreme por el Palacio,
salió el Virrey al estruendo
de la gente y de mis voces,
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infórmele del suceso;
encargóselo al Justicia;
buscó al barón y, en efecto,
mientras se averigua el caso,
le tiene con guardas preso.
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Pero es noble, no hay testigos,
soy mujer, fáltanme deudos,
saldrá libre en cuatro días.
Muero en pensarlo, aunque pienso
que con mi temor te agravio
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y con mi furor te ofendo.
Antonio, tú eres su hijo;
tú naciste monstruo al suelo,
porque tu pecho cruzaban
dos líneas de largo pelo;
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de trece años te di al mundo
que fue menester tan presto
para que fueses tan hombre
cuando a tu padre me han muerto.
¿No se te altera la sangre?
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¿No se te eriza el cabello?
¿No te pulsa el corazón
y brotan los ojos fuego?
Toma, hijo, aquella espada
que asida al lado siniestro
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llevaba tu padre el día
de aquel trágico suceso.
Entra en la misma prisión,
vida de mi muerto Pedro.
No aguardes a que el juez
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sentencie en mi contra el pleito.
Haz como honrado, aunque mueras;
que, si vengada me veo
del traidor, matarme al punto,
si mueres tú, te prometo.