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Amando a la hermosa Celia,
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a quien tú también amaste,
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de Aragón, corona y gloria
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por hermosura y linaje;
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después de las muchas fiestas
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que hice en su misma calle:
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torneos de a pie famosos
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de galas y de plumajes;
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sortijas llenas de cifras
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con invenciones iguales,
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en que las letras decían
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lo más que las almas saben;
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muchos toros, en que hice
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suertes, venturas y lances
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y cuyo arrugado cuello
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hizo mi espada dos partes;
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y de algunas gentilezas
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en que a todos fui agradable,
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si no es a la ingrata Celia
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que vive para matarme;
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pues cuando puse más bien
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al caballo el acicate,
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si decían: “Dios te guíe”,
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ella: “Un estribo te arrastre”.
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Salí a rondarla una noche
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harto escura, porque salen
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entonces a ver su lumbre
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los murciélagos amantes;
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yo con espada y rodela
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y con un broquel un paje,
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aunque sin este venían
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otros dos con dos montantes.
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Aquel paje del broquel
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traía mi nombre y traje,
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a quien tú diste una herida
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de que ya difunto yace.
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Yo mandé que de los otros
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nadie siguiese el alcance,
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sino que el muerto del suelo
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levantasen al instante.
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Hice que por la ciudad
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fama de mi muerte echasen,
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moviendo a piedad las piedras
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de una desgracia tan grande,
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por ver si se condolía
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en la muerte de mis males
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la que jamás en la vida
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tuvo lástima notable.
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Lastimó la triste nueva
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al viejo Conde, mi padre,
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haciendo mil diligencias
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por hallarte y por hallarme;
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porque hice que en secreto
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al paje muerto enterrasen,
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y partí de Zaragoza
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otro día por la tarde.
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Aquí he sabido que Celia
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por mí grandes llantos hace,
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y ansí pienso volver vivo
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donde de nuevo me mate.
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Porque el Conde más se alegre,
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conmigo quiero llevarte;
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que es bien lleve un muerto a un loco
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que tan bien fingirlo sabe.