Sagradas ninfas del mar,
tú, hermosa Doriclea,
parto de las claras ondas,
gloria y honor de las selvas;
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tú, como Venus, nacida
de las espumas que besan,
de las peinadas orillas
la blanca y lustrosa arena,
oíd la historia que pudo
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ser por desdichas tragedia,
si faltara la piedad,
atributo a la nobleza:
adonde la blanca aurora
compone la cuna tierna,
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Fénix de su misma luz,
al sol que renace en ella,
sabio, aunque no venturoso,
el rey Atamante reina,
depuesta la blanca espada
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de mil gloriosas empresas.
Casose en sus tiernos años
con la bellísima Celia,
de quien los dos somos hijos
con desdichadas estrellas.
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Mi nombre, ninfas, es Friso,
mi hermana se llama Helenia,
gran sujeto a la Fortuna
para ejercitar sus fuerzas.
Los dos nos criamos juntos
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hasta que la primavera
de nuestra edad dividió
la vida por la sospecha.
Atamante, con los años,
que todas las cosas truecan,
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puso el dolor en olvido,
sombra de memorias muertas.
juntó consejeros sabios,
todos pienso que lo eran,
mas la voluntad de un rey
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fue siempre la ley primera.
Dijo que quería casarse,
todos convienen que acierta;
que pretensiones y aumentos
abonan cuanto se yerra.
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Casose con Erifile,
más hermosa que discreta,
aunque era bien entendida,
pero con poca prudencia.
Quísola con pocos años;
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que la edad que a muchos llega,
ama con mayor lealtad
y agradece que le quieran.
Ganole el alma Erifile
que no es mucho que esto pueda
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el artificio en los brazos
cuando nieva en las cabezas.
Comenzó a olvidar sus hijos,
¿quién pensara que pudiera?
Pero ¿quién no lo pensara
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entrando la envidia en ella?
Yo, en la caza divertido,
le presentaba las fieras,
pero nunca con ninguna
pude aplacar su fiereza.
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Como vi que la cansaba,
seguí animoso la guerra,
o para que me matasen,
o agradarla con mi ausencia.
Dábame el cielo victorias
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como si yo las pidiera;
pero rasgábanle el alma
las cajas y las trompetas.
Cuando vía tremolando
las victoriosas banderas
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entrar al son de las cajas.
se desmayaba en las rejas.
Mi hermana, por otra parte,
procuraba entretenerla,
ya con labores que hacía,
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ya con inventarle fiestas.
Llegó a su extremo la envidia,
creció con lo que otros menguan,
porque, al revés de otros vicios,
con buenas obras se aumenta.
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En fin, supo hacer de modo
que, de mi padre en la ausencia,
nos mandó echar en el mar
en un arca sin cubierta.
Al retirarse las ondas
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de las opuestas riberas,
obedientes al imperio
que puso la luna en ellas,
vimos el golfo cantando
tan lastimosas endechas,
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que gimieron los delfines
y lloraron las sirenas.
Mil veces vimos el arca
de las estrellas tan cerca,
que a poderse desclavar,
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alcanzáramos estrellas;
y mil veces al abismo
descender con tal violencia,
que nos pareció que ya
pasaba de las arenas,
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cual suelen de los pintados
arcos, para que desciendan
con la violencia que suelen,
los indios tirar las flechas.
En medio de estas desdichas,
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sobre las ondas se muestra,
en un sepulcro de espumas,
sombra nuestra madre Celia.
«Hijos, nos dice llorando,
¿adónde a morir os lleva
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la envidia de una madrastra?»
Lloramos juntos con ella,
y ella, a Júpiter moviendo,
de quien tuvo descendencia
su sangre, miró piadosa
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las márgenes de la tierra,
de donde aqueste animal
rompe las ondas soberbias,
y para fe del milagro
doradas las rubias hebras.
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Subimos en él los dos,
y aunque a costa de perderlas,
por altas montañas de agua
hallamos sendas estrechas.
Pero como por envidia
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salimos de nuestra tierra,
también quiso airada el agua
que muriéramos en ella;
hasta que con tu favor,
bellísima Doriclea,
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pisamos los verdes campos
destas enramadas selvas.
Contra quien ayuda Dios,
cánsase la envidia necia;
que cuando hubiera fortuna,
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Dios gobernará su rueda.