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Ínclito rey don Enrique,
sangre de los altos reyes
que el laurel que perdió España
vas restaurando a su frente,
tú que al divino Pelayo
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de tal manera pareces
que a sus gloriosos principios
fin tan dichoso prometes,
yo soy Macías, hidalgo
de los buenos que decienden
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de la montaña a Castilla,
que supuesto que se debe
el buen nacimiento al cielo,
yo pienso que quien le tiene
también se puede alabar
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si obrando bien lo merece.
Los estudios de Palencia,
en este tiempo eminentes,
me dieron letras bastantes
para no ignorar las leyes.
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Mas yo, que en la variedad
hallaba más gusto siempre,
la retórica y poesía
quise que mis ciencias fuesen.
Hice versos amorosos
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porque son los años verdes
para sus conceptos alma,
si bien el alma divierten.
Fueme forzoso dejar
por algunos intereses
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la patria; pensé en la corte,
que no hay cosa que se piense
más presto cuando un mancebo
salir de su patria quiere.
Truje cartas del señor
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de Alba y dilas al maestre,
recibiome en su servicio,
y así los cielos aumenten
tus glorias y hasta Marruecos
tus rojos pendones lleguen,
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que lo que quiero decirte
me perdones, pues que tienes
ingenio a quien no le espantan
los humanos accidentes.
La condesa doña Juana,
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sangre de Lara excelente,
a cuya virtud es sombra
la fama que la encarece,
tiene en su servicio agora
una dama que, si puede
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disculparme el hacer versos,
es un serafín celeste.
Su bien compuesta persona
labró de púrpura y nieve
naturaleza despacio,
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o con la priesa que suele,
de suerte que quiso ser,
aunque el arte se le niegue,
para su mármol, Lisipo,
para su pintura, Apeles.
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Retrató el sol en sus ojos
y en un hilo de lucientes
perlas puso artificiosa
dos encendidos claveles.
Perdona otra vez, señor,
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si mi loca lengua excede
del modo con que es razón
que los reyes se respeten.
Clara es su nombre, y obscuro
el sol mirando su frente.
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Llevome el alma; sin alma,
¿qué vida tenerla puede?
Desasosiegos de amor
me pusieron de tal suerte
que me alegré de que el moro
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tan atrevido viniese,
pues con gusto de morir
fui a la guerra; mas la muerte
nunca viene a quien la busca,
que a los descuidados viene.
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Por vida de vuestra alteza
que nunca, que yo me acuerde,
había sacado la espada,
porque no a todos se ofrece,
hasta que a los moros vi,
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mas amor, que hace valientes,
me dio tal brío y valor
para que obligar pudiese
al maestre, que no creo
que airado cierzo en noviembre
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derriba al olmo las hojas
que dél, medio secas, penden
con más violencia y furor,
y en remolinos envuelve,
que yo cabezas de moros,
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y esto es fácil de creerse,
porque las fuerzas de amor
a todo imposible exceden.
Como me mandaste aquí
que te pidiese mercedes,
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y sé que aun el mismo Dios
quiere que le pidan siempre,
pareciome bien pedirte
que le mandes al maestre
me dé por mujer a Clara,
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que todo el orbe de Oriente
no estimaré como ser
su marido, si concedes
esta merced a mi amor,
porque los humanos bienes
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no compiten con las almas,
reino que el amor posee.
Y así, en hacerme este bien
mostrarás, señor, quién eres,
que en tenerla está mi vida
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y en perderla está mi muerte.