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Vizcaya me dio principio
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de su generosa sangre
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en lo mejor y más noble
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de sus antiguos solares.
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Pidiome el rey de León,
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siendo muchacho, a mis padres.
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Fui de la Reina menino
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y fui del Príncipe paje.
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Crieme con él, creciendo
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con la edad las amistades,
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que la crianza en los hombres
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es quien mejores los hace,
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desde las espadas negras
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hasta que, en años iguales,
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blancas las ceñimos juntos,
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para mi desdicha, un martes.
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Que ese día, de unos ojos,
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por cuyo oriente el sol sale,
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fui mirado atentamente,
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no porque yo los mirase,
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que sabe Dios que no di,
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o que si miento él me falte,
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más ocasión que mis galas,
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con más brío que buen talle.
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La bella Infanta Armesinda,
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que ya parece que nacen
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las infantas de León
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con desdichas semejantes,
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fue quien digo, y desde entonces,
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ciega, procura cegarme,
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que Amor, como está desnudo,
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huye que le mire nadie.
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No tuve yo atrevimiento
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para igualarme a sus partes,
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que Amor no quiere más honra
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que vivir con sus iguales.
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Honestamente me opuse
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a sus ojos celestiales
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para que no se perdiesen
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por alto mis humildades.
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Agradecí sus favores
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como a quien le dan que guarde
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alguna cosa preciada,
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que no es bien que la maltrate,
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para que cuando Armesinda
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con su dueño se casase,
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sus favores le pudiese
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volver tan buenos y tales.
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Bordé cifras de su nombre
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en diversidad de trajes,
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y medallas y cadenas
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con el blanco y rojo esmalte.
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Saqué en fiestas sus colores,
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cintas, bandas y plumajes,
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que prendas sin posesión
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todas se las lleva el aire.
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Mas como envidia y amor
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tan mal se encubran y callen,
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mi amor descubrió la envidia
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y yo a la envidia mis males.
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Heredó el Príncipe el reino;
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dijéronle que quitase
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la ocasión de un mal suceso,
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contándole ejemplos grandes.
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Amábame el Rey entonces,
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y para no disgustarme
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enviome a la frontera
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de Navarra contra Tarfe.
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Conocí los envidiosos,
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y en pajizos tafetanes,
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entre dos manos asidas,
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puse por la envidia un áspid.
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Tomé licencia y partí
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de la ciudad una tarde,
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llevando mil bendiciones
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y mil suspiros de un ángel.
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Apenas dio por su esfera
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vuelta el sol del Pez al Aries,
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cuando por León entré
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con un victorioso alarde.
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Dobló su amor Armesinda
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obligada de mirarme
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o como a Escipión en Roma
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o como en Grecia Alejandre.
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Dobló la envidia su fuerza,
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y las personas más graves
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le aconsejaron al Rey
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que me prendiese o matase.
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Él, por no perder honor
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en pública muerte o cárcel,
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aparte me llama un día
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y, alegre, me dice aparte
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que quiere tomar estado
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y está dispuesto a casarse,
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que es gran desdicha en los reyes
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que la sucesión les falte.
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Que parta luego a Bretaña,
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y para que me acompañen,
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me dio aquellos tres que viste,
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traidores y principales.
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No me dio licencia el Rey
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para que luego le hablase,
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mas una carta a los tres
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que abriesen dos leguas antes
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que llegasen a tu corte,
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porque luego ejecutasen
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lo que hallasen por su firma.