Llegó el Rey, tu hermano, a Ibernia,
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entró por su casa Albano,
Leonida le recibió
en su pecho alegre y casto.
Pero llevando en el suyo
el rigor determinado
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de dar muerte a su inocencia,
mostró señales de agravio.
Y en fin, partiéndose a un monte
dejó a un capitán mandado,
no sé si diga su nombre,
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que fuera mejor callarlo.
Como el de Eróstrato fiero,
que abrasó el templo sagrado
de Diana, mas si al fin
la fama ha de publicarlo...
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Bien pienso que le conoces
porque se llama Rosardo.
Este, entrando en su aposento
por orden del Rey tirano,
y dando muerte sin culpa
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a un caballero gallardo
que se llamaba Fineo
por dar fuerzas al engaño,
no halló la Reina, mas luego
la fue siguiendo y hallando
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nuevas dicen que la dio
la muerte en medio de un campo.
Vino de la caza el Rey
y, aunque los cuerpos no se hallaron,
publicó la muerte al pueblo
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sin luto y con rostro airado.
Escribió a todos sus grandes
y a sus ciudades el caso,
mas ni las ciudades ni ellos,
ni el hidalgo ni el villano
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dieron crédito al suceso,
antes, con funesto llanto,
las obsequias de Leonida
en secreto celebraron.
Desde allí muy pocos días
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propuso el Reino su hermano,
que estaba sin heredero
y ellos mismos le rogaron
que se casase muy presto,
y el muy necio y confiado
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les dijo que ya lo estaba
con Arminda, declarando
con grandes fiestas a Arminda,
por Reina, y de su retrato
debe de haber en Ibernia
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a estas horas mil traslados.
Bien es verdad que mormuran
algunos, pero pensando
el peligro dicen bien,
bien de un mal tan declarado,
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¡oh!, que vi de lisonjeros
aquello mismo aprobando
que en secreto maldición
en los patios del Palacio.
Al fin Leonida murió
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sin honra y sin culpa, Otavio,
que tanto puede un deseo
en un pensamiento ingrato.
Con esto y algunos días
vino hermoso al tiempo, cuando
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corre la dorada aurora
con manos de marfil blanco
las orientales cortinas
por donde asoma sus rayos
al sol, que dormió la noche
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en la cama del ocaso.
Se vio la mar coronada
de naves, urcas y barcos,
todos cubiertos de velas
y tendales de damasco.
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De las entenas pendientes
tantos estandartes varios
que de lejos parecían
un ejército formado.
Las cajas y las trompetas
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clavan ecos al mar cano,
que de bullir con la espuma
encanean los peñascos.
Aquí el Rey entró contento,
de galas y armas gallardo
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para casarse galán,
para guardarse soldado.
Él viene con este intento
y llegando al desengaño,
si Arminda las manos niega,
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habrá menester las manos.
Mirad lo que habéis de hacer,
pues decís que estáis casados,
que un poderoso ofendido
querrá castigar su agravio.