Sabe, ilustrísima Flora,
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gran Duquesa de Calabria,
que yo soy el Conde Otavio,
tan conocido por fama.
Fui un tiempo el alma del Rey,
el Rey que casarse trata
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contigo, no sé si aciertas,
diralo el tiempo, esto basta.
Que un noble padre que tengo,
que a Sicilia gobernaba,
me enseñó a hablar de los reyes,
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con veneración tan alta,
que su ausencia y su presencia
a un mismo respeto iguala.
Porque dice que los reyes,
de Dios imágenes sacras,
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todos son pecho, señora,
y que no tienen espaldas,
y así tienen, aunque ausentes,
en cualquier lugar la cara.
El Rey Siciliano, en fin,
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a este Leonardo que infamas,
que es el mejor caballero
que en el mundo ciñe espada,
a sujetar envió
ciertas islas rebeladas,
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con nombre de general,
dile yo por ellas gracias,
y díjome que no había
dado a Leonardo su armada
porque le tuviese amor,
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ni en su valor confianza,
mas porque en ausencia suya
pudiese gozar su hermana.
No era Leonardo mi amigo,
por bandos que en nuestra patria
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tuvieron nuestros mayores,
que no fue por otra causa.
Y con esto de secreto
conmigo estaba casada,
confirmando aqueste amor
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dos hijos, prendas del alma.
Sentimos esto los dos,
y con invenciones varias
resistimos sus violencias,
mas no fueron de importancia.
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Que desengañado el Rey
de que Teodora me amaba,
a los dos puso en prisión,
y haciéndome a mí probanza
de traidor a un noble, y dando
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por razón que él le amparaba,
hizo a mi padre firmar
mi muerte, ¡crueldad estraña!
Quiso Dios que el mismo día
que me aguardaba en la plaza
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el cadahalso y cuchillo,
la felicísima armada
de Leonardo entró en el puerto,
con mil banderas contrarias.
Perdonome y dijo al Rey
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que me entregase a su hermana,
no pudiendo castigarme,
desterrarnos de su patria.
Quitó a mi padre el gobierno,
quitó a Leonardo las armas,
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salimos mi padre y yo,
porque Teodora aguardaba.
No hallé mis hijos con ella,
volví, dejela en la playa,
cautivola un fiero moro.
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Y como Leonardo estaba
tan agraviado del Rey
cuando dio vuelta a la armada,
alargose al mar con ella,
quitó sus banderas blancas,
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y puso las suyas rojas,
con doce lises de Francia.
Yo volví, no hallé mi esposa,
perdí el seso y, por buscarla,
tomé el pataje en que vine,
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y entre Sicilia y Calabria
salió su armada a nosotros,
y aunque mil voces le daba
que amainasen, no quisieron
dar crédito a mis palabras.
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Trajéronme aquí por fuerza,
que si yo en su armada entrara,
yo le dijera el estado
en que mis hijos quedaban,
para que por sus sobrinos
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restituyera el armada
al Rey, que siendo inocentes
toma en su prisión venganza.
Yo triste, en estas desdichas,
si vuelvo a mi esposa amada,
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veo que mis hijos dejo,
que las entrañas me rasgan.
Y si a ellos volver quiero,
veo que en el mar se alargan
las fragatas que me llevan
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mi esposa y su madre cara.
Esto te he dicho, señora,
porque sepas mi desgracia,
no por decir mal del Rey,
a quien loco amor engaña.
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Y porque a Leandro estimes,
que en la dicha de las armas
es un Héctor de Sicilia
y un Alejandro de Italia.
Es un mozo generoso,
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que ojalá tus esperanzas
pusieras en su virtud
para amparo de tu patria.
Tú das a un Rey esta tierra,
y de ti la desamparas,
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cuanto es mejor hacer Duque
a un hombre de prendas tantas.
Serás Duquesa en tu tierra,
serás señora en tu casa
haciendo un hombre, que en ella
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te sirva sin arrogancia.
A lo menos, si le quieres,
con su gente y con su armada,
para que ampare tu tierra
entre tanto que te casas,
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y ningún rey con violencia
quiera usurparte a Calabria.
Dame el pataje en que vine,
y verás que no te engañan
mis palabras, ni su rostro,
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ejecutoria del alma.