Noble Emperador de Roma,
alto Monarca supremo
que a los dos polos del mundo
alcanzas con solo un cetro.
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Descendientes generosos
de aquel varón que del fuego
de Troya sacó a su padre,
estad a mi historia atentos.
Yo soy natural de Tiro
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en África y no plebeyo,
que de cónsules romanos
es sin duda que deciendo.
Quise aquella hermosa esclava
que entre esa gente os enseño,
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de mi tierra natural
y de padres caballeros.
Con este joven ilustre,
que es de Cartago Prefecto,
sus padres inadvertidos
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casarla entonces quisieron.
Fuime a Cartago celoso
a la defensa del Reino,
y ella huyendo en busca mía
quiso averiguar mis celos.
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Después de largas historias
fuimos de Léntulo presos.
Léntulo, que de Cartago
triunfó con aplauso vuestro,
tratome de suerte entonces
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dándome un fiero tormento
que procuré libertad
por este y por otros respetos
los cuales, porque a su Julia
la vida que tengo debo,
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no los digo ni es razón,
que aunque importaron no puedo.
Escapeme de su furia
y por un monte soberbio
caminé con pies humildes
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por ver si obligaba al cielo.
Apenas entre las ramas
iba el tímido conejo
cuando el temor me formaba
a la espalda todo un pueblo.
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Ni las hojas sacudía el más vil,
el más suelto y libre ciervo
cuando yo descolorido
daba conmigo en el suelo
entre sombreros castaños,
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álamos blancos y negros,
pálidos bojes, encinas
rústicas y verdes tejas.
Veo venir un león
y cuando venirle veo
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temilo menos que a un hombre,
que un hombre airado es más fiero.
Quise huir y fue imposible,
apercebime en efeto
a buscar descanso al alma
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por la boca de su cuerpo.
Vile llegar tan humilde
que a cobrar ánimo vuelvo,
doy color al rostro, brío
a los brazos y alma al pecho.
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Alta la mano traía,
si la asentaba tan quedo
que un pájaro no pisara
quien abriera a un tigre el cuello.
Llegó y miró, que aún ahora
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parece, por Dios, que le veo
y veo en ella un pedazo
de flecha, el hierro dentro.
Saquésela con blandura
y aplicando un lienzo presto
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con bálsamo que traía
le curé, estraño suceso.
Que a su cueva le seguí
donde tres meses enteros
fui su médico, él mi huésped,
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yo pagado y él contento.
Venía por la mañana
los ocho días primeros
a que curase la llaga
que después siempre fue menos.
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No me faltó la comida
porque era mi despensero,
trayéndome caza fresca
entre los dientes sangrientos.
Fregaba un laurel con otro
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y en fin, encendiendo fuego
le vi una vez que me trujo
también en la boca un leño.
Aguardaba atento a todo
y en quitando los pellejos
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iba a buscar su comida
que era negocio más grueso.
Andaban a caza un día
Ariodante con Parmenio,
de quien fui otra vez cautivo
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y traído al Cónsul preso.
Vine a Roma, donde entrando
en esta plaza ser muerto
hame conocido el león,
cautivo en el mismo tiempo.