Ciro valiente, de quien
pende la corona toda
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del Asia, aunque te quitaban
con la vida la corona,
ya no es tiempo de callar;
que cuando la verdad sobra,
aunque rompa mi palabra,
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más que me infama, me honra.
No es la causa que yo tengo
para vengarme tan poca;
que no pedirá palabras
quien hace tan malas obras.
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El cielo me manda hablarte,
que rompérsela no importa;
antes el cielo se sirve
de que a un tirano la rompa.
El rey Astiages, de Media,
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tuvo por hija la hermosa
Mandane, de cuyo vientre
soñó que con verdes hojas,
entre fértiles racimos,
salía una vid frondosa
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que toda el Asia cubría,
por cuyo temor se informa
de los sabios que en su reino
guarnecen talares togas.
Todos dicen que su hija,
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y unánimes se conforman,
pariría un bello infante,
que con fuerzas belicosas
el reino le quitaría;
y de suerte el Rey se asombra,
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que en Persia casa a Mandane
con la más pobre persona,
aunque noble, que halló en Persia,
pensando que al cielo estorba
el poder, a quien están
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sujetas todas las cosas.
Pero no hay fuerzas humanas
que a las divinas se opongan:
antes, resistido el cielo,
a más rigor se provoca.
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Preñada Mandane, el Rey
la vuelve a su casa, y toma
el niño que della nace,
y a su marido la torna.
Este me entrega, y me manda
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¡qué crueldad! que en una sola
selva le deje a las fieras,
que le devoren y coman.
No quise yo ser verdugo
de un ángel; que galardona
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la piedad el cielo, tanto
la inocencia le enamora.
Con esto, aquel mismo día
con tierno llanto le arroja
mi ganadero a las fieras;
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después le vuelve a su choza,
donde por suyo le cría,
en cuya rústica ropa
aquel ánimo real
no de otra manera brota
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(volviendo en coturnos de oro
las que eran abarcas toscas)
que del conducto la fuente,
por la superficie rota,
bullendo las arenillas,
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revienta menudo aljófar.
Este fuiste, fuerte Ciro,
que de burlas rey te nombras,
porque te enseñaba el cielo
que a las veras te dispongas.
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Astiages, viéndote vivo,
de tal manera se enoja,
que me convida a comer,
¡ay, Dios!, con alma traidora.
Como, y después me pregunta
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si fue espléndida y sabrosa
la comida; yo, ignorante,
le agradezco tantas honras.
Enséñame luego... ¡Ay, cielo!
¡Qué lágrimas y congojas
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el prólogo quieren ser
de mi tragedia llorosa!
Me enseña, dije... ¡Ay de mí!
¿Cómo diré? ¿De qué forma?
En una sangrienta fuente
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vi la cabeza amorosa,
pies y manos de mi hijo.
Tanto mueve y alborota
el alma ver que su cuerpo
su mismo padre le coma.
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En mi llanto y en su sangre
mis tiernos ojos se mojan,
por ver si pueden lavar
la misma engañada boca.
Volví el ser que di a mi hijo
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a mi ser, como quien cobra
lo que ha dado, y de mi carne
se aumenta mi carne propia.
Así me dijo: «En tu hijo
tomar venganza me toca
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de no haberme obedecido,
pues vive mi nieto agora.»
¿Qué león de Albania, qué sierpe
de Libia, qué tigre, qué onza
hiciera tan gran crueldad
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cuando los hijos le roban?
Disimulé cuanto pude,
y el Rey, con falsas lisonjas,
te deja volver al monte
para que sus peñas, sordas
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y mudas, fuesen testigos
de tu muerte lastimosa.
Apenas lo supe, Ciro,
cuando quiere que socorra
dos veces tu vida el cielo;
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pero cuando ya la aurora
abre las puertas al día,
veo en la florida alfombra
del monte tres hombres muertos,
y esa mano vencedora
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de la crueldad de tu abuelo.
Vuelve, Ciro, a la memoria
tus agravios; que los cielos
con su mano poderosa
le defienden, y te llaman
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al hecho de mayor gloria
que en eterno bronce anima
de la alta fama la trompa.
Honra a tu madre Mandane,
tu imperio heredado cobra
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de quien mil veces te ha muerto
con fieras, hierro y ponzoña.
Aunque para no matarte
defenderte el cielo sobra;
que es querer matar en él
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del sol la dorada antorcha.
Consagra al templo inmortal
esta verdadera historia;
tu mismo imperio restaura,
tu frente de lauro adorna.
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Yo te ayudaré. ¿Qué esperas?
Pelea, mata, despoja,
atropella, venga, rinde,
tala, quema, vence, roba;
rey te llama, gente junta,
1695
las banderas enarbola.
Valor tienes, di quién eres;
que Dios te dará victoria.