Hija del Conde Fabricio,
Octavio, es la bella Fénis,
que, sin conceptos del nombre,
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serlo de hermosura puede.
Si vos la hubiérades visto,
fuera alabanza más breve,
porque ninguno la vio
que el alma no le rindiese.
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De lo que conozco en vos,
era mujer propiamente
para vuestro entendimiento,
porque divino le tiene.
Si le hubiérades tratado,
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dijérades claramente
por qué los siglos pasados
las sibilas encarecen;
que es menester que a Lucano
versos Argentaria enmiende,
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ni que las letras latinas
a Carmenta se debiesen;
que es menester que coronen
filosóficos laureles
a Telesila, y que Aspasia
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dulce retórica enseñe.
Quien oye a Fénis, escucha
el libro más elocuente;
quien la ve, mira un jardín
de azucenas y claveles.
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Que estoy loco por su amor,
dirá, Conde, quien me oyere;
pero cuerdo en su alabanza,
que a toda alabanza excede.
Si soy dichoso en casarme,
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y pasan estos desdenes,
vos veréis que no os engaño,
que aún de vos pienso valerme
para que me honréis con Celia
si el cielo quiere que lleg[u]e
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el día de nuestras bodas
y que los enojos cesen,
de lo que os diré, nacidos,
que no porque me aborrece.
Hijo del príncipe Arnaldo,
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que hoy en Nápoles mantiene
la mayor casa, es Leonardo,
aquel mozuelo insolente
que ayer conmigo venía,
y los dos, con poca suerte
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de agradar sus bellos ojos,
habemos servidos a Fénis.
No es mejor que yo Leonardo,
que pienso que cuando herede
al almirante, mi tío,
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puesto que no lo desee,
no habrá en Nápoles señor
que me iguale; finalmente,
las diligencias de entrambos,
como entre amantes sucede,
1480
hicieron que, con la envidia,
locos nuestros gastos fuesen.
Las justas y los torneos,
cuyo espectáculo vence
romanos anfiteatros,
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naves y fieras silvestres,
con aplausos generales
y con versos excelentes
ocuparon muchos días
las plumas y los pinceles.
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Solo quiero referiros
una entrada que merece
por pensamiento y grandeza,
que Nápoles la celebre:
Movíase por sí misma,
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sin que instrumento se viese,
una máquina, retrato
de toda la Arabia Félix;
iba esmaltada de flores
y de árboles diferentes,
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de los que aromas producen,
y, para que olor tuviesen,
en fuego secreto el ámbar
espiraba al aire ambiente
olor divino, formando
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una primavera alegre.
De aquesta máquina en medio
se miraba un monte fértil,
más que los huertos de Adonis,
más que de Tesalia el Tempe.
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En la cumbre, un fénis de oro,
en vez de llamas, en nieve,
y un Sol, que luciente en alto,
solicitaba encenderle.
La letra de aquesta empresa
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solo decía: “No puede”,
con siete letras tan grandes,
que eran a todos patentes.
Leonardo, con justa envidia,
quiso también disponerse
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a vencer esta invención
para la fiesta siguiente.
Sacó la misma provincia,
y las mirras y laureles,
canales e inciensos hizo,
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de plata las hojas verdes;
puso el fénis en el monte
entre mil llamas ardiente,
y haciendo un Sol de cristal
que el fuego en secreto ardiese,
1530
la letra de esta arrogancia
era “Yo haré que se queme”,
fiando en los árboles de oro
que la nieve deshiciesen.
A este tiempo la pedimos
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juntos, y yo, por valerme
de la industria y la venganza,
de que arrogante dijese
que su sol abrasaría
lo que yo pintaba en nieve,
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en una conversación,
porque Leonardo me oyese,
dije que el Conde Fabricio,
Octavio, me daba a Fénis;
y para desconfiarle
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y que no la pretendiese,
me alabé de dos favores
que a los marfiles se atreven
de sus manos, y a las rosas
de sus labios, neciamente.
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Súpolo Fénis, y es dama
tan belicosa y tan fuerte
de condición, y en su honor
una deidad tan celeste,
que, al firmar las escrituras,
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deudos y amigos presentes,
puso la pluma, ¡ay de mí!,
en la tinta de mi muerte.
Para firmar la sentencia
en que dice que no quiere,
1560
al tomar Fénis la pluma
tres dedos fueron jüeces
que tres varas de marfil
quiere Amor que me sentencien.
Lo demás, ya lo sabéis.
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Dichoso vos muchas veces,
pues os casáis donde os aman;
no yo, donde me aborrecen.