Estábamos yo y don Pedro;
tratábase de las damas
de Toledo, a quien el cielo
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dio tanta hermosura y gracia.
Dicen que una ley dispone
que, si acaso se levanta
sobre un vocablo porfía
de la lengua castellana,
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lo juzgue el que es de Toledo,
y que otra ley promulgaba
que en hablando de hermosura,
que entendimiento acompaña,
solo juzgarlas pudiera
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una dama toledana.
Aquí, pues, hablando de ellas,
necio, don Pedro, se alaba
de que una dama le quiere,
le favorece y regala.
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Celoso yo (que bien sabes
que, aunque los nombres se callan,
bien se ve por las razones
a quién le tiran las cañas),
respondo que hay muchos necios
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que presumen que los aman
de quien las damas se burlan
y quieren a los que callan.
Él replicó: «Nunca tuve
sin favores confïanza,
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pero la dama a quien sirvo
yo sé que me ha dado tanta
que prefiero a algún villano
que con necias esperanzas
pretende la posesión,
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que me ha dado su palabra
y que en la chancillería,
de amor, ejecutoriada
la tengo, y he de tener
por vínculo de mi casa.»
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Yo, haciendo donaire, digo:
«El mentir es cosa usada
desde el principio del mundo,
pues cuando Dios preguntaba
al homicida primero:
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«¿Qué es de tu hermano?», con saña
le responde: «¿Qué sé yo?»
cuando de matarle acaba».
El mentís, aunque iba envuelto,
Leonarda, en la historia sacra,
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conociose por mentís
entre cuantos allí estaban,
que fue como algunos hombres
hipócritas, que con capa
de santidad, cuantas honras
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topan, deslustran e infaman.
Calló, y al partirse todos,
ya cuando las doce daban,
me hizo señas, como quien
con algún secreto aguarda.
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La puerta de los Leones
fue a salir, porque no hallaba
otra dentro de la iglesia
el agravio a la venganza.
Pero él, más hecho león
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que los que en las basas blancas
de las columnas sustentan
aquellas sagradas armas,
me dijo: «Oíd, don Fernando».
Yo respondí con voz baja:
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«¿Dónde?» «Si sois caballero»,
dijo, «en la Puerta Bisagra,
o en lo alto del castillo
de San Cervantes». La capa
tercio y digo: «Ese lugar
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se cerca de peñas altas
y es más solo y más seguro
para sacar las espadas».
Siguiome, paso la puente,
edificio del rey Wamba,
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y al camino de Sevilla
subimos entre pizarras.
Metió mano valeroso,
debió de ser su desgracia:
llegó mi espada primero,
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que saben ser las espadas
como las nuevas, que llegan
más presto las que son malas.
Cayó muerto al tiempo cuando
un caballero llegaba
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apeado de una mula,
como San Telmo en la gavia,
acabada la tormenta.
Llegó a mirar si expiraba;
yo, entre tanto, así el arzón,
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y sin afirmar la planta
en el estribo (que el miedo
tiene por estribos alas)
subí y piqué al monasterio
del santo, que como carta
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hizo sello de una piedra
sobre nema colorada.
Paró en la silla, no veo
seguirme, y por no dar causa
a más sospecha, me vuelvo,
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dejando en una posada
la mula del caballero,
que, con seis hombres de guarda,
iba a la cárcel real;
diciendo el vulgo en voz alta
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que era el que mató a Don Pedro.
Agora conviene, hermana,
hacer por el hombre preso,
que será bajeza ingrata
no ayudarle, si por dicha
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padeciese prisión larga;
que yo aseguro que el hombre,
por su talle y por sus galas,
es persona principal
y de lindo aspecto y gracia.
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Esto, sin que él entendiese
quién le regala y ampara
de dineros y favor.
¿Parécete que yo vaya
disimulado a la cárcel?