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para que entiendas, Lisaura,
fácilmente mi suceso.
Muerto el conde, nuestro padre,
fui a ver de Bohemia el reino.
Como recién heredado,
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puse a nuestra hacienda fuego
en galas extraordinarias,
de la tierna edad trofeos.
Llevé amigos y criados
tan galanes y bien puestos,
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que ya en su corte mi nombre
era el húngaro soberbio.
Hice luego mil sortijas,
máscaras, justas, torneos,
defendiendo a nuestra infanta
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en el cartel de uno de ellos.
Lo que dije de Lucinda
los mudos dirán que es cierto:
que era discreta en el alma,
cuanto era hermosa en el cuerpo.
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Mantuve, perdí, gané,
perdí precios, gané precios,
sin dar a dama ninguno,
que fue notado en extremo.
Todos los guardaba un paje;
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luego sabrás el efeto,
que nunca las cosas grandes
vienen sin grandes agüeros.
Pasó de la fiesta el día,
y al siguiente, estando un cerco
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de caballeros ociosos
sobre las gradas de un templo,
comenzaron a tratar
de mi torneo, diciendo
que la princesa de Hungría
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no era tan alto sujeto,
y que el defenderla yo
fue gala de caballero,
pero no de cortesano,
pues hice a todos desprecio.
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Respondí que yo quisiera
haber, lo que dicen, hecho;
mas que no la defendí
por no dar a nadie celos,
y que en honra de mi patria,
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tomé por mejor acuerdo
dar fama a mi reina propia
que a la del reino extranjero.
Saltó un pariente del rey,
hombre orgulloso y mancebo,
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de costumbres atrevidas
y de propio nombre Aurelio,
y dijo: “Si por deshonra
de las damas que le vieron
a Lucinda defendiste,
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fue villano atrevimiento.”
Yo repliqué humilde entonces:
“Eso, Aurelio, te confieso;
mas yo quise honrar mi gusto
sin deshonrar el ajeno.”
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“Con todo –me replicó-,
para extraño es mucho exceso
que así hables y así triunfes;
ya nos cansas, vete luego.”
Respondile: “Si tu envidia
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te hace hablar con despecho,
sacándote yo la lengua
te pondré eterno silencio.”
“Mientes”, dijo, y aunque todos
se pusieron de por medio,
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meto mano contra todos,
y aquí tiro y allí tiendo.
Si me alabo, hermana mía,
te dirá ahora el suceso
que a dos di dos cuchilladas,
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y de Aurelio pasé el pecho.
Hasta que me puse en salvo
grandes cosas sucedieron.
Vine a Hungría, como sabes,
que fue mi sagrado puerto.
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Con ocasión de unas tierras
a que tuvo algún derecho,
por vengar su muerto primo
rompió la guerra el bohemio.
Envió gente el de Hungría,
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y sabiendo en estos medios
Lucinda mis pretensiones,
honrábame en el terrero.
Yo, viendo que amor abría,
por el agradecimiento,
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a mis deseos la puerta,
llego, llamo, escucho y entro.
Doile los precios un día,
pobres con ricos deseos,
que a los reyes, como a Dios,
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basta el corazón deshecho.
Admitiólos y admitióme,
y de uno en otro concierto,
dos meses ha que la hablo,
ya en la torre, ya en el huerto.
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Anoche llevé una escala
con Clarino y Pinabelo;
subí, déjelos allí
de su lealtad satisfecho.
Oyó la infanta ruido,
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quíseme bajar de presto
y, llamando a mis criados,
respondiome un caballero.
Puse mis pies en sus manos,
y, creyendo que eran ellos,
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dígole: “Toma esa escala,
y tú vendrasme siguiendo.”
Siguiome, y entrando en casa,
su voz desconozco, y llego,
y al asirle de la capa,
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con ella me deja, huyendo.
¿Parécete que he tenido
razón si de ellos me quejo?
¿Parécete que mi vida
está en buen trance por ellos?
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¿Parécete que es posible
que dure ya mi secreto?
Pues en tus manos me pongo
dame, Lisaura, remedio.