Pleberio, tu viejo tío,
me vino a hablar de tu parte,
Clarinda, más libremente
que fuera justo tratarme.
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Diome cartas y papeles
y otras prendas semejantes,
que pues que te helaban basta,
acá pudieran quemarte.
Mas para que en mí pudiesen
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hacer efetos iguales,
fue muy bien que viejas canas
trujesen mis mocedades.
Como eran en sí papeles,
y con golpes tan mortales
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heriste mi corazón,
pedernal de tus pesares,
saltó luego, y emprendiose
en ellos, que fue bastante,
a que partiese furioso
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por las plazas y las calles.
Hallando en una a Liseo,
háblele, y hasta la margen
anduvimos poco a poco
del humilde Manzanares,
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donde, pasando la puente,
y casi de la otra parte,
que mira un alto castillo
los cisnes de los estanques,
metimos mano a las armas,
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donde, con noble coraje,
mostró valor y destreza,
que me obliga que le alabe.
Mas como nada aprovecha
a quien la razón le falte,
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midió con el cuerpo el suelo
de dos heridas mortales.
Yo, que vi la verde hierba
ya tenida de su sangre,
llegué a ver si tenía vida,
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porque del alma tratase;
pero expirando en mis brazos
quiso el cielo castigarle,
que en brazos de su enemigo
salió el alma de tu amante.
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Volví a la villa, queriendo
de ella y mi casa ausentarme;
acordóseme que a ti
han de prenderte y culparte,
y para que no te lleven,
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Clarinda hermosa a la cárcel,
y mientras que se averigua
si fuiste o no fuiste parte
padezcas pena y deshonra,
vengo, temblando, a rogarte
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que, pues no tienes marido,
con el que tienes te cases,
y que conmigo te vengas,
que quiero a Italia llevarte,
que entre tanto en mi posada
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tendrás sagrado que baste.
Responde presto, y advierte
que el huir tiene alas de ángel
y el esperar pies de plomo,
de que las desdichas nacen.